lunes, 1 de diciembre de 2008

Familias que abren su casa a los niños de otros

 
La Diputación busca hogares para menores abocados a vivir en centros de la Administración. Los padres de acogida relatan su experiencia
30.11.08 - ESTIBALIZ SANTAMARÍA | BILBAO
 
El calor de un hogar no tiene sucedáneos. Los centros de acogida pueden solventar necesidades de alojamiento, alimento y seguridad, pero sus abrazos no abrigan, sus regañinas no duelen y sus consejos no calan. Los pequeños crecen sin referencias, acostumbrados a que sus figuras 'maternas' cambien por turnos de 8 horas. En ocasiones, estas residencias son la única opción para los menores que deben ser separados de sus familias, pero muchos están preparados para adaptarse a una vida en un entorno más cálido, ya sea de forma permanente o temporal, en aquellos casos en que su familia biológica vuelva a ser capaz de cuidarles. Esta semana, la Diputación ha lanzado una nueva campaña en busca de familias dispuestas a abrir su hogar a pequeños, sobre todo bebés, que necesitan con urgencia unos brazos que les acunen. Al menos, hasta que los de sus padres vuelvan a ser lo suficientemente firmes. Tampoco olvidan a los que han dado los primeros pasos de su vida en centros forales y, con escasas opciones de regresar con su familia, reclaman el cariño que les corresponde. Hoy más 60 pequeños crecen con 50 familias de acogida en Vizcaya. Hogares de guardia que «en un acto de extraordinaria generosidad, brindan su casa y su entorno familiar temporalmente», alaba el diputado de Acción Social, Juan María Aburto. Tres de esas familias han repasado para EL CORREO todas las etapas del camino que han recorrido con sus hijos de acogida de la mano.
MARISA Y ANTÓN
La evaluación de los padres
«En la evaluación, te sientes desnudo»
Marisa y Antón tienen dos hijas biológicas de 16 y 13 años, pero en 2003 decidieron incorporarse al programa de acogimiento y en pocos meses tuvieron una más a la mesa: una niña de 8 años que necesitaba un acogimiento permanente. «Cuando las niñas fueron mayores flirteamos con la idea de acoger un niño. Un día oímos en la radio que hacían falta familias y consideramos que nuestra situación era idónea para ello», relatan. «Nos animamos a venir y en la primera charla, nos enganchamos». Fue el primer paso de un largo proceso de evaluación al que el equipo de acogimiento familiar somete a cada familia que ofrece su hogar a algún pequeño. «El proceso de evaluación fue lo peor, parecían los servicios secretos», bromean. «Con una trabajadora social y una psicóloga rellenamos test sobre educación y nos hicieron un montón de preguntas sobre la familia, la relación de pareja, que siempre son complicadas. Terminamos contándolo todo. Te sientes desnudo, pero ellos tienen que comprobar que puedes ofrecer un hogar adecuado. Eso sí, salimos de las entrevistas con la impresión de que si nos daban la idoneidad a nosotros se la darían a cualquiera».
Iniciaron el proceso sin contárselo prácticamente a nadie. «Hasta que no ves que la cosa está hecha no tienes ganas de aguantar comentarios ni consejos». Tampoco llegaron dispuestos a cualquier tipo de acogimiento. «Desde luego no pedíamos una niña rubia monísima, pero pusimos ciertos límites. Por ejemplo, nuestra casa no nos permitía tener un niño con dificultades físicas graves». Sus requisitos coincidieron de pleno con las necesidades de una niña que debía olvidar urgentemente su centro de acogida, así que en una semana Marisa y Antón conocieron a su hija pequeña. Las primeras semanas fueron como la seda, «luego empezó a ser ella misma y son niños acostumbrados a que les cuiden por turnos, sin una persona de referencia. Así se vuelven unos artistas de la manipulación para que les hagan caso. Acomodarse a tener la referencia de aita y ama ha sido muy saludable para ella, pero también ha resultado muy difícil». La pequeña tenía mucho más equipaje emocional del que llevó en sus maletas «y estos niños te llevan al límite como para comprobar que realmente no les echas. Todos tuvimos que apechugar y nuestras hijas mayores le han tratado como a una hermana, con las mismas escenas de celos y peleas que hubo entre las mayores». La satisfacción de Marisa y Antón es «ver que ya es una niña del montón y va a aceptando el lugar que ocupa. Ahora estamos asustados con la llegada de la adolescencia».
ADELINA
La convivencia
«Dicen 'mamá' cien veces»
Adelina cuida desde hace dos años a una niña que está apunto de cumplir diez. No es fácil encontrar familias de acogida para niños a partir de 7 años, porque a la vida le ha dado tiempo a golpearles mucho más. Pero Adelina siempre deseó criar una hija y ha logrado un fuerte lazo de afecto con la niña, que ha dado un giro a la conducta de la pequeña. «Hace años no se podía adoptar siendo soltera y cuando se me planteó la opción de la acogida, lo tuve claro». Recuerda que «la selección fue muy dura. Respondes a un montón de preguntas, no sabes si te van a volver a llamar...». Ella se ofreció para cualquier tipo de acogimiento, «aunque prefería uno permanente como el que tengo». Pese a no tener que sufrir el dolor de la despedida, en el fondo a Adelina le duele que la situación de la familia de la pequeña haga casi imposible su regreso al hogar biológico. «No es que quiera que se vaya; sé positivamente que caería enferma si se marchara. Es que para mí es triste que no pueda volver con su madre. La niña podría venir a mi casa cuando le diera la gana, pero como una madre no hay nada».
Cuando la pequeña llegó a casa de Adelina todo cambió. «La llegada fue terrible. Llegó un huracán. Me las montó pardas desde el principio», recuerda. Cuesta discernir quién ha aprendido más si la pequeña o su madre de acogida. «Tengo toda una carrera sobre cómo manejar la situación, porque el día a día te desborda. Desde la mañana es una pelea». A su juicio, el truco es «estar encima de ellos constantemente y ceder un poco para llegar a un intermedio. Vienen sin ningún límite y tú tienes que ir poniéndoselos poco a poco». Es un «desgaste» continuo, así que hay cosas que Adelina no perdona. «Su hora de dormir son las nueve de la noche y eso sí que no se lo paso de ninguna manera. Nos lavamos las manos, la meto en la cama, le leo un cuento y de nueve y media a diez y cuarto es el rato que yo tengo para respirar, leer un libro... El resto estoy encima de ella, porque por sí misma no haría nada».
Confiesa que «está resultando mucho más duro de lo que me imaginaba», pero recomienda la experiencia «porque es muy gratificante. Das mucho, pero recibes muchísimo más. Te dan equilibrio y te das cuenta de que la vida no es sólo la que tu has vivido. Hay otra que muy pocos conocen». Para ella es impagable «ver cómo un niño evoluciona contigo. Van al parque y te llaman mamá cien veces como si el resto no tuviera familia».
SONIA Y GABRIEL
Las despedidas
«Crees no haber hecho lo suficiente»
Sonia y Gabriel tienen un hijo biológico de 22 años y ofrecieron por primera vez su hogar a la Diputación en el año 2001. Desde entonces han realizado tres acogimientos de urgencia de bebés que, temporalmente, no podían vivir con sus padres biológicos. Ellos han tenido que afrontar la despedida de los pequeños, algo implícito en este modelo de acogida, pero que supone el trago más amargo para los padres temporales. Sonia y Gabriel han visto volver con su familia biológica a dos de los bebés y el otro encontró un hogar adoptivo. Todo un éxito para la vida futura de los pequeños que ellos ayudaron a cimentar.
Sonia conoció el programa de acogida por un familiar y enseguida comenzó un proceso de evaluación «muy bonito y muy raro. Te mueve muchas cosas por dentro y descubrí aspectos de mi marido que no había visto en 16 años de matrimonio. Te rompe los esquemas mentales cuando ves que otros consiguen un niño antes que tú, que formas parte de un matrimonio supuestamente feliz». No pasó demasiado tiempo hasta que el primer bebé, de apenas tres meses, llegó a casa de Sonia y Gabriel. «El segundo día ya era uno más de casa». Desde entonces en su piso hay una habitación de quita y pon. «Es como un despacho con armarios, libros y un ordenador. Cuando me llaman porque viene un niño, va todo fuera, lo llevamos a la sala, bajamos la cuna del camarote y en unas horas se convierte en una habitación para el crío. Cambiamos libros y ordenador por peluches y cuna». En la familia hubo las reacciones típicas: «Los jóvenes encantados y los abuelos más reticentes, pero cuando mi madre vio la niña en la cuna dijo: 'mira que yo no quería quererte y te voy a tener que querer'». El primer bebé se marchó de casa a los 7 meses, al igual que los otros dos. Ninguno paso más de un año «y entonces, lloras, nada más. Desde el principio sabes que se tiene que marchar y se lo vas diciendo a tu corazón, pero siempre te parece que no has hecho lo suficiente por él, que le podías haber achuchado más». Estos padres temporales aprenden a gestionar su dolor. Sonia y Gabriel cambiaron la cocina tras la marcha de uno de los bebés, compraron coche en otra despedida. «Necesitamos cambios». Hacen borrón y cuenta nueva. «Me quedo con recuerdos. De la primera un faldón, del segundo un bañador, porque le gustaba mucho el agua, y de la tercera un sombrero de paja y una ropita de verano. Lo demás lo tiro todo y me riñen porque cuando viene el siguiente tengo que volver a comprar de todo».
Un año después de la última despedida «estamos preparados para acoger al cuarto. Tenerlos en casa el tiempo que estén es una satisfacción. Entra vida en casa, alegría, llega la primavera con ellos».

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